*Por María Florencia Actis, Observatorio de Comunicación y Género (FPycS)
El
acontecimiento de Benavídez tipifica un aspecto sobresaliente respecto a otros
casos “ordinarios” de femicidios publicados a diario en las crónicas
policiales, que reside en el factor numérico del triple asesinato. Sin embargo no
habría motivo para jerarquizar, calificar o separar, los crímenes de género.
Más allá de las historias de vida teñidas por las condiciones socio-económicas,
el entramado familiar, el lugar geográfico donde transcurren o la especificidad
del escenario donde se desatan los
hechos como el modus operandi, el móvil siempre es misógino y a éste subyace un
“derecho” de control, abuso y mutilación sobre el cuerpo femenino, sedimentado por
siglos en el inconsciente colectivo, mediante estrategias de consenso.
Puntualmente,
en el último mes, pueden trazarse claras continuidades entre los casos de
notoriedad que gozaron de permanencia mediática: el de la joven que terminó
internada luego de sufrir cuatro horas de tortura por parte de su ex, el video
filmado en Bahía Blanca que muestra cómo una mujer fue agredida, delante de su
hija, en manos de su reciente ex pareja y padre de la testigo, y el mencionado
en Benavídez, cúlmine con el asesinato de tres mujeres. Denominadores comunes: una
vez finalizadas las relaciones, los hombres hostigan a las mujeres por medio
del acoso y la cosificación, considerándolas parte de su patrimonio; las
llamadas relaciones “de pareja” o “sentimentales”, mientras duraron, poco tuvieron
de amor e igualdad ya que todas registran antecedentes de violencia de género,
en dos de los casos, con denuncias efectuadas.
En
cuanto a los medios, no es nuevo que constituyen, y más aun hoy con las
posibilidades de acceso masivo que ofrecen las nuevas tecnologías e Internet, un
campo fértil de formación de opiniones, además de un sugerente portavoz de
ciertas cosmovisiones. Algunos, en el mejor de los casos, buscan absorber
discusiones coyunturales que reflejan progresos en los modos de enunciación y
profundizar este viraje (no meramente) lingüístico, como el uso normalizado del
término violencia de género, sería de avanzada si la aspiración es restituir el
ordenamiento patriarcal y, desde sus albores, los principales medios han soplado
a favor del statu quo. Otros,
insisten en matizar con morbo la construcción de la noticia e incluyen detalles
accesorios entre los elementos de titulación (“Tres mujeres fueron asesinadas a
cuchillazos”) o el uso de adjetivos como “trágico episodio” o “ropa
ensangrentada” y remates novelescos que exaltan componentes de vehemencia: “Creen
que se trató de una venganza ya que
al sospechoso, lo había dejado su pareja”.
Otro ejemplo de igual envergadura, “la probable secuencia homicida (…)la
primera de las víctimas fue la abuela de 76 años, asesinada a puñaladas, después
siguió el turno de la menor de las víctimas, de 6 años, quien fue estrangulada
con un cable”.
Se impone la consigna de politizar y
hermanar las realidades materiales y
subjetivas que cruzan las biografías de cada femicidio, reconstruidas por la
prensa en el seno de la esfera privada, en una imprecisa cobertura donde se
instala en titulares la noción de violencia de género, sin haber lapidado la
tonalidad de pasión y reacción violenta en el cuerpo de la nota. Por ello, se
insiste en el reconocimiento político, legal y cultural de la categoría de
feminicidio, la cual confiere unidad de sentido a los asesinatos de
mujeres y considera los distintos terrorismos perpetrados contra ellas,
que comprende desde una golpiza hasta los mandatos de maternidad o
heterosexualidad (Serie Antropológica, “Qué es un feminicidio: Notas para un
debate emergente”, Rita Laura Segato”).